Felipe Ortín

Escribidor

El cajero automático

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Hola y holo a todos y todas nuevamente al blosss del ORTINorrinco y Felipe Ortín, donde, esta vez, retomaremos las anécdotas que Felipe Ortín fue incluyendo o excluyendo de IDUS DE JULIO según le parecía que podía encajarlas, o no, en su fantástica, fabulosa, increíble e inimitable novela (obviamente no vamos a decir que es una mierda, estaría feo, y, además, ni el ORTINorrinco ni yo tenemos abuela). En esta ocasión, les explicaremos el origen de los cajeros automáticos. Una curiosidad que no tuve los santos huevazos de incluir en la historia…, es que no pegaba ni con cola.

Cajero automático

Las nuevas armas que usan los piratas de hoy en día para sus abordajes

En fin, aunque la anécdota se me ocurrió para el personaje principal de IDUS DE JULIO, sin embargo, fue un acontecimiento no sólo verídico sino, además, completamente cierto y que me sucedió como podría haberle ocurrido a cualquier hijo de vecino…, por ejemplo, al del cuarto derecha.

Acontecióme que salí a la calle a hacer recados, ese típico día que te tienes que dedicar a hacer papeleos en administraciones varias y dónde vas rebotando de ventanilla en ventanilla, según los funcionarios van jugando contigo al ping-pong dependiendo de las ganas que tengan de chotearse de ti ese día (cosa que yo creo que, a veces, hacen adrede: “mira, el pringao este ya es la tercera vez que pasa por aquí…, ahora lo voy a enviar a Registro Mercantil pa´ que se dé un garbeo por la planta siete y me saque cuatro fotocopias compulsadas”, deben de pensar).

En fin, que acudí a las nueve de la mañana para hacer mis trámites y, por supuesto, de las diez ventanillas de atención al público, ocho estaban vacías pues, como de todos es sabido, ocho de cada diez funcionarios desayunan al mismo tiempo para procurar hacerte perder el tiempo lo máximo posible. Total, que yo me había levantado temprano para llegar el primero y evitar las colas; sin embargo, la mitad de los paisanos de mi ciudad también debían haber pensado lo mismo y estaban todos allí. Por supuesto, mientras que el desayuno es sagrado para los funcionarios, como las vacas en la India, yo, sin embargo, con el madrugón, no lo había hecho y estaba medio desfallecido y muerto de hambre.

Funcionarios

Después de un par de horas perdiendo mi paciencia y mis nervios en la Administración Pública, fui atendido por el burócrata de turno, donde mi conversación con él se fue alternando con los rugidos de mi estómago, que ejercía la ventriloquia por su cuenta y riesgo. Por un momento tuve la sensación de que tenía un alien de dentro o, bien, que mi estómago iba a actuar como el de las estrellas de mar e iba a salir de mí para devorar al empleado público. Sin embargo, nada de eso ocurrió, salvo un par de recatados eructos que dejé escapar debido a la fermentación de ácidos en mi estómago vacío.

Cuando por fin acabé con aquel calvario, lo primero que hice fue localizar un bar para tomarme un café y algo sólido que pudiera fundir con mis ácidos gástricos. Por otro lado, también cometí el error de salir del edificio público sin haber pasado por el meódromo, con lo cual, comenzaba a sentir una urgente necesidad de aliviarme. Sin embargo, cuando ya estaba en la calle, me di cuenta que no llevaba dinero suelto. ¡Mierrrrrrrda pa mí!

¡Ale! No llevaba yo encima ya chiquita mala leche en mi cuerpo serrano, como para tener que buscar un cajero para sacar perras. En este país, cualquier pueblo tiene, indefectiblemente, como mínimo: una iglesia y un bar. De hecho, en cada manzana de una ciudad puedes encontrar decenas de éstos. Sin embargo, cajeros que sean de tu red de servicio, ya es algo más complicado. Pero, tras patear unas diez o doce manzanas, localicé uno.

Ufano, y muerto de hambre, entré en allí dispuesto a sacar pasta para poder abonar mi almuerzo y realizar una necesidad fisiológica Tipo I. Sin embargo, tras introducir la tarjetita de marras, el cajero me informó que estaba fuera de servicio por “razones técnicas transitorias”. Me cagué en sus muelas y le solté dos patadas, también, técnicamente transitorias.

Salí de allí en busca de otro cajero de mi red, sin embargo, cuando la Naturaleza llama a las puertas de la sonda de nivel de la vejiga y ésta advierte, insistentemente, que la presa está a punto de desbordarse, la necesidad se convierte en urgencia. Y, ante la imperiosa obligación de utilizar un lavabo, al menos tenía que sacar dinero para tener la excusa de entrar en un bar a tomar un cortadito y soltar el río…, cosa que me consta que más de uno suele hacer. Y es que la alternativa consistía en levantar una pata al lado de una farola y jadear para disimular, haciéndome pasar por un setter irlandés, pero creo que no hubiera colado…

Por tanto, de perdidos al río, nunca mejor dicho; y opté sacar pasta en el primer cajero que encontrase, aunque no fuera de mi red. Y así lo hice. Entré en él, cerré la puerta con llave, tecleé mi número pin secreto, tapándolo según te indica el propio cajero por tu propia seguridad para evitar robos, pero…, entonces…, ¡me atracaron! Pero no, no. No fue un vulgar ladrón con navaja y pinta chunga, que va…, fue la jodida máquina electrónica que me informaba que la transacción por sacar MI PROPIO dinero, me iba a costar ¡tres euracos! Suficiente robo es que te cobren por la tarjeta de débito, aduciendo un “mantenimiento” que a ellos les debe costar miseria, como para que, encima, por usar un servicio, te claven como a Cristo.

Seguro que si hubiera tenido una tarjeta “black” no me habrían cobrado esa comisión, incluso, posiblemente, hasta el cajero me hubiera abrillantado los zapatos a base de lametones y, para más cachondeo, se la habrían cobrado a otro. Sin embargo, con mi Visa churrimangui de pobretón recalcitrante, al cajero solo le faltó asirme de los brazos, darme la vuelta, ponerme mirando pa Cuenca y…, en fin…, lo dejamos a su imaginación.

Cuenca2

Total, finalmente conseguí hacerme con la guita y pude acudir urgentemente al primer bar cutre que encontré para desayunar y, sobre todo, primeramente, soltar una micción con fruición; porque  las necesidades básicas humanas deben ser cubiertas en un orden muy determinado (necesidad Tipo II, necesidad Tipo I, dormir, comer y…, bueno, si te dejan…, echar un polvete). En fin, que me alivié poniendo una estúpida sonrisa de felicidad en mi rostro, suspirando y, sobre todo, procurando no tocar ni la taza, ni las paredes y casi de puntillas para no pisar los charcos.

Sin embargo, todo aquello me dio que pensar y se me ocurrió investigar quién había sido el artífice de aquella ingeniosa máquina que, a parte de darte el dinero, era capaz de robarte al mismo tiempo.

Indagando, indagando, averigüé que fue al escocés John Shepherd-Barron a quién se le iluminó la bombilla para asacar el maquiavélico artefacto. Al parecer, un sábado de 1965 llegó tarde, por un minuto, al banco de su pueblo y no pudo sacar dinero para el fin de semana. De vuelta a su casa, y recordando las máquinas expendedoras de chocolatinas, se imaginó que podría existir un artilugio que le permitiera acceder a sus ahorros en cualquier momento del día y así no tener que depender del horario comercial de las sucursales.

En fin, que el bueno de John pensó en la posibilidad de crear unos talones con un dispositivo de control y que cada cliente tuviera un número de identificación para poder operar con ellos. Se le ocurrió crear algún tipo de sistema que permitiera sacar el dinero e, inicialmente, se utilizó un sistema de tarjetas de reconocimiento y seguridad realizadas con Carbono 14, material pelín radiactivo pero que, según el inventor, no tenía ningún efecto nocivo salvo que te empacharas con unas ciento treinta y seis mil. Finalmente, en 1967, se instaló el primer cajero automático.

La verdad es que yo aún recuerdo cómo mi madre me mandaba con un cheque al banco a sacar 5.000 pesetas…, pero no para el fin de semana, ¡para toda la semana! Increíble…, ¡hoy con 30 euros uno no es capaz de llevar ni a la mitad de la familia al cine un sábado! Recuerdo que hacía cola con cara de niño bueno, intentando esconder el cheque y que nadie me pudiera atracar…, cosa que nunca me pasó, hasta que saqué el dinero de aquel cajero…, mira tú por dónde.

Por cierto, en cuanto al código de seguridad de las tarjetas, el inventor consideró que este número secreto fuera de seis cifras pero, tras consultarlo con su señora esposa, ésta le dijo que mejor cuatro dígitos, porque era “más fácil de recordar Johnny”.

Aunque no tengo datos contrastados, supongo que la su esposa continuaría la frase con: “pero déjate de chorraditas y de inventitos y métete en el cuarto de los niños de una vez, que llevo detrás de ti cuatro meses a ver si me lo pintas…, ¡darlingggg!”.

Y, efectivamente, al parecer la cosa fue de pintas, concretamente de unas Guinness que el bueno de Johny se fue a mamar al pub escocés para escaquearse sutilmente de tener que coger la brocha gorda…, lo que, seguramente, le costaría dormir en el sofá ese día y recapacitar en cómo inventar el cajero automático.

Pintas1

Nunca sabremos si esta última parte de la anécdota ocurrió, lo que sí sabemos, con datos contrastados, son dos cosas:

a) Que el número PIN de cuatro cifras no se lo debemos a ninguna razón tecnológica concreta, sino a una sencilla conversación marital.

Y,

b) Que IDUS DE JULIO es una novela cojonuda. No se la pierdan. (http://www.sb-ebooks.es/l/idus-de-julio/)

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