Estimados leones y leonas (por aquello de que leen mucho), animales todos, humanos la mayoría; hoy vengo a recordar una vieja anécdota de cuando yo era un joven ORTINorrinco casi recién salido del cascarón.
Ocurrió hace veinte años, cuando contaba con la mitad de edad que en la actualidad y aún era un joven universitario que, aunque ya había logrado despojarse de sus botas ortopédicas y su aparato dental de la niñez, mantenía a capa y espada sus lentes de seis milímetros de espesor con montura de pasta, modelo Azafata del “Un, Dos, Tres”; lo que me permitía seguir teniendo un aura de empollón vintage.
Alargado por el paso del tiempo y el crecimiento, adelgazado por el paso continuo por la taza del inodoro, atontado por el paso de las ecuaciones diferenciales por mi cerebro y hormonado por el paso de feromonas femeninas a través de mi pituitaria, continuaba con la morfología y esencia de aquel pequeño ORTINorrinco tuneado y cabezón que fui.
A pesar de un carácter un tanto tímido y retraído, no le faltaban amistades a aquel escuchimizado joven que yo era. Tenía un buen grupo de colegas con los que realizar actividades tan variadas como salir al monte de acampada, ir a pegarle patadas a una pelota en el primer descampado que encontrásemos, tratar de ligar con lindas pibitas o salir de marcha; actividades con las que conseguíamos, respectivamente, resultados tales como una buena ducha gracias a una fenomenal tormenta de verano, un 4-0 en contra y costrones en las rodillas, multitud de desplantes femeninos y muchos “…eres muy simpático, pero….”, o bien, alguna cogorza monumental que contar a nuestros nietos. En este caso, el resultado final fue una melopea de campeonato.
Estábamos de vacaciones de verano, las clases se habían terminado en la Facultad y “triste y llorosa quedaba la Universidad y los libros empeñados en el monte de piedad” mientras que nosotros, los estudiantes, estábamos completamente alborozados por el final del año lectivo. Como en cualquier agosto que se precie, comenzaban todas las fiestas de los diferentes pueblos de la geografía española y, en concreto, de Tenerife. En particular, comenzaban las fiestas de La Esperanza. Un pueblo de tradición agrícola, a 900 metros sobre el nivel del mar, al comienzo del cinturón forestal del interior de la isla.
En dicho pueblo, el padre de uno de nuestros colegas era propietario de una casa de campo. Aprovechando que los padres de éste no iban a estar en ella, decidimos conquistarla para pasar el fin de semana de las fiestas allí, previa petición oficial a dichos progenitores. Les informamos que íbamos a quedarnos a dormir, que cenaríamos, que tomaríamos unas copas y que después nos bajaríamos a las celebraciones en la plaza mayor. Que un grupo de veinte veinteañeros digan a unos padres que no van a beber hubiera sido sospechoso, así que para evitar suspicacias mostramos a los parientes de nuestro amigo tres o cuatro botellas de alcohol. En realidad, ocultábamos más de veinte botellas de diferentes licores y graduaciones. ¡Había hasta una botella de mezcal, con su lagarto y todo conservado dentro!
El día comenzó con la recepción de los diferentes amigotes al lugar de concentración. A la llegada de cada uno de ellos se realizaba el correspondiente reparto de abrazos y saludos, y la entrega oficial de la primera lata de cerveza para ir calentando motores. Mientras, los que ya se encontraban presentes preparaban la suculenta paella que nos íbamos a meter entre pecho y espalda para rebajar los efectos de la ingesta etílica. El compadre que hacía de “amo del fuego” se encargaba de hacer la comida, manteniéndose permanentemente pegado a dos cosas: a la parrilla y a un vaso de vino. Organizaba, ordenaba, mandaba y dirigía para que siempre hubiera madera para mantener la llama viva, la brasa activa y la comida lista. Los demás se dedicaban a ayudarlo, darle conversación durante un rato y obtener algún trozo de carne caliente según salía asada del fuego.
Los licores iban remojando los gaznates del personal, iban creándose y deshaciéndose corrillos de diferentes individuos y se generaban conversaciones para tratar temas básicos y transcendentales de cualquier reunión de hombres adolescentes, tales como:
– Hablar de mujeres y comentar lo buenorra que estaba esta o aquella de más allá, magnificando los escasos éxitos o negando los repetidos fracasos que se tenían con las mismas.
– Revisar la última moto adquirida por uno alguno de los presentes y discutir sobre la potencia y características de la misma o, en su defecto, deliberar sobre las virtudes de los últimos modelos de coches.
– Mantener un ardoroso coloquio entre merengues y culés, acusando siempre al contrario de ganar gracias a los árbitros
– Realizar competiciones de aerofagias variadas, como soltar el eructo de más decibelios o lanzar al medio ambiente el pedazo más aromático.
En definitiva, los cuatro temas básicos que tiene en mente un ser tan simple como una ameba o el joven macho humano: mujeres, motores, fútbol y escatología. (Sí, ya sé que soy un ORTINorrinco pero me camuflo bien entre los humanos)
Durante el transcurso de estas actividades, el joven yo de aquel entonces se dedicaba a zampar como un tragaldabas kilos de paella y chuletas a la brasa, a la vez que, para facilitar el tracto digestivo, aportaba líquido al bolo alimenticio, particularmente, vodka con limón. Tras la cena y seis o siete lingotazos, mis hematíes transportaban más moléculas de alcohol que de oxígeno, con lo que mi organismo empezaba a emitir síntomas de desincronización entre sus diferentes partes móviles: la lengua hablaba sin que los labios se abrieran, los pies andaban mientras el tronco y la cabeza se empeñaban en mantenerse quietos y las manos se convirtieron en armas de destrucción masiva, pues la capacidad prensil se había reducido notoriamente y cualquier cosa que trataba de asir se destrozaba contra el suelo.
En este estado orgánico, se nos hizo de noche y decidimos partir hacia la plaza del pueblo para asistir al concierto de la orquesta “Merengue Sabrosón”. Para poder soportar chiquita tortura, decidí eliminar mi capacidad auditiva pegándole un chupetón directamente a la botella de vodka. Con lo que no contaba es que no sólo desconecté mi capacidad auditiva sino, también, todo el núcleo del control cerebral.
Así que tan pronto llegamos a la plaza, mientras mis amigos se introducían en el tumulto de la fiesta, yo comencé a sentirme ligeramente indispuesto. Decidí sentarme en un parterre de césped. Allí apalancado, traté de respirar hondo al tiempo que comenzaban a aparecer los primeros remordimientos de arrepentimiento, ya que me sentía como si estuviera dentro de una lavadora en pleno centrifugado. Pasados unos minutos todas mis extremidades fueron desconectándose poco a poco: las piernas ya no las sentía, al rato el brazo derecho desfalleció, el izquierdo padeció muerte súbita y, finalmente, el tronco perdió su capacidad de sustentación y, más que tumbarme, me desplomé sobre la hierba. Se me fundieron todos los fusibles del cerebro y los únicos sistemas autónomos que quedaron en funcionamiento fueron el cardiovascular y el respiratorio, básicamente para mantener mis constantes vitales. Los humanos son estúpidos pero la Naturaleza es sabia (cosa también aplicable para los ORTINorrincos)
Yací tumbado un tiempo indeterminado, solo y sin conexión con mi grupo de amigos. El musgo comenzaba a crecer sobre algunas partes de mi cuerpo, cuando un alma caritativa del lugar debió verme desparramado sin sentido sobre la verde alfombra natural y decidió tantearme a ver si yo seguía perteneciendo al mundo de los vivos. Me dio un par de bofetones en mi cara para despertarme y me interpeló para averiguar mi estado. Volví en mí. Incapaz de mover un músculo, desperté tumbado en aquella plaza llena de gente bailando al son sabrosón son de la música. Conseguí ubicarme y recordar dónde me hallaba pero mi cuerpo no respondía ninguna orden de mi cerebro, debido a que mis redes neuronales supuraban alcohol hasta por las mitocondrias. Intenté transmitir a mi rescatador que llamaran por megafonía a mi amigo, cuyo nombre no podía ser más complicado: Santiago Rodríguez Reyes. En mi estado, ese nombre era impronunciable. La lengua se me pegaba al paladar y derrapaba contra mis incisivos, con lo que por más que yo insistía en que llamasen a “Ssshaniiagoohhoiguezzzzzguelleessssshh” no había narices que me entendiera. Obvio.
El buen hombre hizo lo que cualquiera hubiera hecho en su lugar, así que decidió llamar a la ambulancia de la Cruz Roja que se encontraba de guardia en la plaza. Al instante aparecieron dos enfermeros que me levantaron en peso y me pusieron de pie. Se colocaron uno a cada lado de mí, pasé los brazos por encima de sus hombros y me llevaron hasta la ambulancia. Yo era consciente de mi situación e intentaba caminar, sin embargo, las órdenes que envié a mis piernas para que anduvieran nunca llegaron a su destino. Iba colgando de aquellos dos chavales, con las rodillas flexionadas y la punta de los pies rozando contra el pavimento. Cuando finalizamos el trayecto, me asomaban los dedos gordos por la punta de los zapatos, que se habían fundido por la fricción contra el asfalto, mientras los calcetines humeaban producto de las altas temperaturas alcanzadas.
Al llegar a la ambulancia me preguntaron si prefería ir al hospital o a mi casa. Borracho pero con tino, acerté a decirles que me llevaran a mi “kasha”; pues no era cuestión de que también reanimaran a mi madre, víctima de un infarto si le notificaban que yo estaba ingresado en un hospital. Los amables chicos del Sorteo del Oro me depositaron sin miramientos sobre la camilla dentro de la caja de la ambulancia y, cogiendo mi DNI, averiguaron la dirección de casa de mis padres. Allá que fuimos.

Apocalíptico retrato, extraído de la memoria de un colega, en el cual se observa mi ingreso, en penoso estado ebrio, en el interior de la ambulancia…, ¡desgarrador!
El trayecto hasta mi hogar familiar transcurría por una carretera de montaña de cerradas curvas que, a la velocidad que iba la ambulancia, hicieron que en una de ellas yo rodara sobre mí mismo en la camilla y realizara un doble salto mortal con tirabuzón completamente involuntario, con lo que aterricé con soberano morrazo contra el suelo de la furgoneta. Los camilleros ni se inmutaron, no sé si porque no oyeron el golpe de mi caída por el ruido de las sirenas o, simplemente, porque consideraron que más bajo no podía caer, ni como persona ni como fardo. Supongo que, como no emití gemido alguno, intuyeron que el leñazo que me había dado no me había dejado en peor estado del que me encontraba. Permanecí tumbado, ausente, boqueando como un pez para conseguir obtener algo de oxígeno del aire, a la vez que los dedos gordos de los pies asomaban por la punta de los zapatos, palpitando, colorados por el roce sufrido.
Llegados a mi casa, los dos fornidos muchachos me desembarcaron, cogieron las llaves de mi bolsillo y abrieron el portal. Mientras subíamos los peldaños, yo iba profiriendo gruñidos y generando sonidos con mis arcadas.
Mi madre y mi padre dormían tranquilamente pero tales debieron ser los ruidos que yo emitía que desperté a mi progenitora. Ésta le dijo a mi padre: “cariño, creo que hay un borracho en la escalera, ves a ver…”. Efectivamente, había un borracho en la escalera: ¡Yo! Mi padre se levantó de la cama y fue a indagar qué ocurría. Justo cuando abrió la puerta para ver qué pasaba, los camilleros y yo llegamos allí. Caí sobre mi padre a plomo.
Mi ORTINorrinca madre, que iba parapetada detrás de su marido, al ver a su buen y amado hijo, “el empolloncito”, en tal lamentable estado, comenzó a llorar porque para ella no era posible que su primogénito pudiera alcanzar tamañas cotas de ebriedad. Mi padre no daba crédito y mi hermano pequeño, de trece años, comenzó a partirse de risa mientras me señalaba y decía acusatoriamente: “está borracho”. A partir de ese instante sólo tengo recuerdos aislados, imágenes que aparecen en mi mente como en un álbum fotográfico y cuya secuencia sería la siguiente:
– Foto 1: tumbado en el sofá de mi casa boca abajo, mis padres se esfuerzan por desnudarme. El único flash que recuerdo es cuando me descalzan el zapato derecho con cierta dificultad, debido a que mi inflamado y palpitante dedo gordo del pie sobresale por la otra punta, está encallado y hace tope. Mi hermano sigue descojonado de la risa.
– Foto 2: aparezco sentado en el fondo de la bañera, en bolas, mientras un chorro de agua helada cae del cielo. La piel se me eriza. Se masca la preocupación parental y se oye decir “…¿qué van a pensar los vecinos?…”
– Foto 3: vuelvo a presentarme sentado, pero esta vez sobre la tapa del inodoro, sigo sin ropa alguna y aparece una cafetera de litro repleta del negro mejunje amargo. Informo a mis padres que si su intención es que devuelva lo ingerido, esto ya lo he realizado repetidas veces antes de llegar a casa y que lo único que queda en mi interior es bilis, así que ruego solemnemente que no me hagan tomar el pelotazo de cafeína.
– Foto 4: tumbado decúbito lateral sobre mi cama y, por supuesto, en pelota picada, emito una lastimosa invocación a mi señor padre: “papá pipí”. El afanado ORTINorrinco Senior coloca el cubo de la fregona al costado de mi lecho, tratando de cazar al vuelo mi chorrito de líquida evacuación de emergencia.
– Página 5: Fundido a negro. Me desconecto completamente de este mundo hasta pasadas quince horas de pertinaz resaca.
Para mí la historia terminó en ese instante de fusión cerebral pero no fue así para mis amigos, en particular, para el dueño de la casa donde se suponía que yo tenía que haber dormido; ya que éste, al llegar de amanecida al lugar de descanso, se dedicó a pasar revista de los individuos durmientes, localizando un saco de dormir vacío. El mío.
Aunque afectado por el alcohol, la fiesta y el cansancio, mi amigo fue presa de los remordimientos dado que me habían perdido, ¡A ver cómo se lo explicaban a mis padres! Rebuscó por todos los rincones de la casa, recorrió las cunetas de los caminos y los arcenes de las carreteras, volvió a la plaza del pueblo, tanteó a otros alcohólicos anónimos que también quedaron desparramados por el espacio público y bancos, y, finalmente, sin que se le ocurriera otra cosa mejor, se dirigió a una cabina telefónica (que por aquel tiempo aún existían) y llamó a casa de mis padres para, sutilmente, tratar de averiguar si yo estaba allí.
Contestó mi madre. Él, preocupado, se presentó y dijo quién era. Mi madre no tuvo esperar a ninguna pregunta de mi amigo pues en cuanto ella lo identificó dijo: “sí, está aquí”. Mi amigo soltó un juramento y contuvo algunas palabras pues su intención fue nominarme como “Hijo de la Gran… Meretriz” pero, claro, hablando con mi madre no era la denominación de origen más apropiada con la que catalogarme. Desahogado con el improperio y tranquilizado por mi localización, se volvió a su casa para descansar y practicar también su propia resaca.
Desde aquel día, varias cosas cambiaron en mi vida: yo no volví a probar el vodka, uso zapatos de punta reforzada y mi madre descubrió que no es oro todo lo que reluce.