Felipe Ortín

Escribidor


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El diapasón

Bienvenidos y bienvenidas a una nueva entrega a The Making of Idus de Julio, aprovechando que el ORTINorrinco continúa subiendo su particular cuesta de enero con su lumbago, su esguince de tobillo y con la hipogeusia que los Reyes Magos le dejaron en la última publicación de nuestro blosss y de las cuales aún no se ha recuperado… (si no saben a qué me refiero, lean la entrada del ORTINorrinco y los Reyes Majos).

Por tanto, aprovechando la coyuntura, vuelvo yo, Felipe Ortín, a hablar de mi libro como cualquier Paquito Umbral que se precie. Y vengo a explicarles hoy otra historia que, esta vez sí, introduje en Idus de Julio y que pude camuflar bastante bien para que el lector de la novela no me mandara a freír chuchangas (caracoles en Canarias), espárragos o, directamente, mandarme a la mierda y tirar la novela a la basura…, aunque lo bueno de publicar en digital es que no puedes tirar tu aifon, tablet o ibuc a la papelera así como así, y debes molestarte en borrar el archivo de tus carpetas.

Pues esta vez les traigo la anécdota del diapasón que me dejaron sus Majestades los Reyes Magos en mi más tierna infancia y que, al igual que al ORTINorrinco con sus regalos de este año, también me supuso algún quebradero de cabeza.

Por si no lo conocen, el diapasón es un curioso cacharrito, consistente en una pieza metálica en forma de U, que cuando se golpea emite una vibración a una frecuencia determinada, la más habitual es el La440, que genera una onda de 440 hercios y que corresponde a la nota “La” de la escala musical. Fue inventado en 1711 por un sargento trompetista llamado John Shore con la intención de ajustar la afinación de las orquestas. El invento puede parecer una bobería pero, por aquel entonces, los instrumentos se templaban con diferentes métodos que, a veces, provocaban incoherencias musicales y complicaban las ejecuciones de las piezas.

El diapason

El famoso diapasón

Yo imagino que los castrati aparecieron debido a esta complicación para afinar las orquestas. Debían coger al primer reo que tuvieran a mano, le sopesaban las criadillas y se las empezaban a retorcer hasta que el berrido del condenado daba la nota exacta. Un giro y salía el “Do”. Al segundo el “Re”. Así hasta que llegaban al “La”, giro más o giro menos. El “Do sostenido” parece ser que lo lograban apretando en lugar de retorciendo. Es de suponer que alguna vez se pasaban de rosca y allí que los dejaban eunucos para toda la vida. De hecho, es posible que el Sí Bemol tuviera su origen al desenroscarles los bemoles a dichos presos. Por descontado, que todo esto son suposiciones mías, no es que yo tenga una base histórica y científica basada en algún Códice oculto de Leonardo Da Vinci o páginas secretas del Malleus Maleficarum con el cual la Inquisición cazaba brujas. Vaya a ser que ustedes vayan por ahí en plan pedantes suponiendo que lo que acabo de decir es cierto y la caguen, y luego vengan a buscarme a mí para repetir conmigo lo que les hacían a los castrati. Además, debo avisarles que yo, al primer apretón, ya he hecho la escala musical completa.

Sí Bemol

Este es el Sí Bemol…, no confundir con el Sin Bemol… que es como se quedaban los castrati

En definitiva, a partir de la invención de dicho cacharrito hubo un incremento de la natalidad al reducirse las castraciones involuntarias, se redujeron las venganzas maritales por aquello de “cómo es que mi hijo es negro si yo soy blanco” y, sobre todo, desde entonces las orquestas sinfónicas pueden poner de acuerdo a todos sus instrumentos y, actualmente, el oboe es el privilegiado que se afina con el diapasón y, a su vez, el resto de la orquesta se afinan con la nota “La” que da dicho oboe.

En fin, que el aparatito parece que tuvo su utilidad y hoy en día las orquestas ya, al menos, no desafinan. Lo que me pregunto es cómo lo hacen los grupos de Trash Metal o de Heavy Metal para afinar. ¿Usan el diapasón o directamente se lanzan a disparar desmadradas fusas y cabreadas corcheas así, a la buena de Dios y sin encomendarse nadie? Lo cierto es que no me imagino a Marilyn Manson dándole un tenue y dulce golpito al diapasón y diciendo: “Vamos chicos a la guá, a la tu, a la guá-tu-zri…”, para luego, lanzarse a aporrear las guitarras, la batería y el bajo como unos posesos. Igual utilizan el método de pillársela con la cremallera para homenajear a aquellos castrati y, así, berrear sin compasión pero con sentimiento…, ¡mucho sentimiento! Algún día le preguntaré a alguno de los componentes de estos grupos aunque debo reconocer que, debido a mi carencia de ritmo, me gustan mucho estos berridos.

Sí, porque yo fui siempre un negado para la música, la lírica y la danza. De hecho, la historia que les narro en Idus de Julio sucedió cuando yo tenía siete añitos y mis padres me llevaron a un coro, para ver si podía dárseme bien el “bel canto” y convertirme en un Alfredo Kraus o en un Plácido Domingo que rompiera las copas de cristal a base de refinados y aristocráticos gorgoritos y no a base de burdos y palurdos pelotazos, como solía hacer habitualmente en mi casa.

Lo primero que hizo la profesora cuando me recibió en su clase fue preguntarme qué quería ser de mayor. Yo, inocentemente, le respondí, con vocecita de Niño Cantor de Viena, que “canto-autor”, pues siempre me pareció que tocando una guitarra y cantando dulcemente uno podría tener más oportunidades para ligarse a las niñas, dado que yo era un completo adefesio que las espantaba antes de ser capaz de abrir la boca.

Tras realizarme varias pruebas de voz, consideró que:

a) No podía enmarcarme dentro de cuerda alguna; ella no podía definir si yo era tenor, bajo, o barítono. Como mucho podía diferenciarme entre gritón o chillón.

b) Constató que yo era completamente sordo al ritmo de la música

Y después de oírme, la muy desalmada, les dijo a mi padres, con una absoluta falta de tacto, que más que “canto-autor”, para el bien de la humanidad, era mejor que yo fuera “auto-cantor”; es decir, que me dedicara a cantar sólo, para mí mismo, en la ducha, en el baño, alejado de cualquier ser que pudiera ser torturado con mis desdibujadas notas musicales. Para acabar, aquella bruja me sacó de allí a escobazos.

La bruja

La bruja de mi profe tras sacudirme un par de escobazos para echarme de su casita de chocolate

Por tanto, mi sueño de convertirme en un guitarrista melenudo que cantase, con voz melódica y ojos apergaminados, dulces melodías o canciones protesta que arrebatasen de pasión a las gachís por mí, cayó como un castillo de naipes. Y no sólo porque mi voz no fuera melancólica, que también, o porque mis gafas de culo de botella hacían desaparecer mi encantadora mirada, sino porque con los aparatos de dientes de aquel entonces y mis botas ortopédicas, más que canción protesta, yo me hubiera dedicado a la canción protésica. De hecho, con tantos gadgets ortopédicos, más que descubrir el solfeo, descubrí el “soy feo”…, simpático…, pero feo.

Así que mi primera experiencia con las artes fue un desastre. Sin embargo, mi familia seguía empeñada en que yo podía triunfar en estas lides y hablaron “personalmente” con los Reyes Magos, según me explicaron a los ocho años, y éstos, con toda la buena fe y magia correspondiente, me dejaron una guitarra, con su diapasón y todo para afinarla.

Aquella guitarra nunca dejó de criar a familias enteras de arañas, que tejían sus telas entre su funda y la pared de mi cuarto. Sin embargo, el diapasón se convirtió en el martillo pilón de mis padres, ya que me dedicaba a golpearlo contra cualquier cosa para hacerlo vibrar y sacar la susodicha nota “La”. La historia del diapasón finalizó al cabo de seis meses cuando le aticé a una figurita de porcelana que tenía mi madre en su habitación. Esto desencadeno diversos acontecimientos: para empezar, la figurita de porcelana quedó hecha añicos, para seguir, mi diapasón fue lanzado a la basura inmediatamente, y, finalmente, mis nalgas acabaron calientes tras un par de buenos azotes impartidos por la justicia materna por desobedecer el artículo siete, párrafo tres, del código penal familiar: “Las cosas de mamá no se tocan” y que, según ese mismo código penal, estaba castigado con dos zapatillazos en las nalgas, atizados consecutivamente, primero en el culete derecho y luego en el izquierdo.

La sanción fue ejecutada por la susodicha haciendo uso de su proverbial chola derecha (zapatilla de playa por si el lector es, con todo cariño, godo o goda…, es decir, peninsular o peninsulara, incluyendo a los baleares y balearas). Esa chola que toda madre de nuestra época tenía, a la que todos solíamos temer y que mi progenitora, en particular, utilizaba con una maestría abrumadora.

La chola

LA CHOLA. Herramienta con la que mi madre me daba mucho amor…, fíjense en los corazones…

De hecho, aquella chola era como una navaja suiza multiusos. Aparte de para caminar y matar cucarachas, mi madre la empleaba para las más variadas aplicaciones. A veces podía ser la “Chola Voladora”, capaz de cruzar el comedor de mi casa e impactar certeramente entre mis cejas tras un ágil lanzamiento por parte de mi señora progenitora que adoptaba pose de ninja y a la que sólo le faltaba decir: “kiaaaa!!”. También, mejorando la técnica de lanzamiento, mi madre podía convertirse en el alter-ego de un aborigen australiano y utilizar la chola en modo “boomerang”, con lo cual, tras impactarte en los morros, volvía increíblemente a sus manos para tener la posibilidad de un nuevo lanzamiento. Para casos más graves, cuando la trastada era realizada conjuntamente por mí y por mis hermanos, mi madre usaba la chola en modo “cachiporra policial” y, como una antidisturbios en plena manifestación, entraba en nuestra habitación en plan asalto de la caballería ligera y comenzaba a repartir estopa a diestro y siniestro y sin miramiento mientras mis hermanos y yo tratábamos de apelar al sentido de la justicia culpándonos mutuamente de la travesura como si de políticos en el Congreso se tratase con el típico: “Yo no fui, fue él…”. Por último, el modo de “chola yo-yo” consistía en que se descalzaba y, amenazándonos con ella, empezaba a balbucear: “Es que yo, yo,…, quete, quete…, meme, meme… los nerviossss”, y acojonados que nos quedábamos.

Mi madre

Pues volviendo al tema de la ejecución de la sentencia, recuerdo que aquel día mi madre no pudo utilizar su chola canaria pues me refugié tras la mesa del comedor y ella no tenía un blanco definido al que acertar, así que sólo le quedaba el cuerpo a cuerpo. Ella insistía con “¡que vengas aquí!”, mientras yo pensaba, “leche cacharro…, pa que me dés…, ¡soy feo, no bobo!”. Total que empezamos a correr alrededor de la mesa como si el coyote persiguiera al correcaminos dando vueltas sin parar. Al final, como buen hijo, me dio pena ver a mi madre desfallecida, con dos palmos de lengua fuera, corriendo detrás de mí, y me dejé alcanzar para que, haciendo de verduga, me diera los cholazos correspondientes a mi pena. Como uno ya tenía experiencia en recibir, había cogido la costumbre de tensar el pantalón para que los impactos de la suela de goma no dolieran, fingía unas lágrimas de cocodrilo y engañaba a mi madre pensando en que había recibido mi castigo para, así, volver a hacer alguna nueva trastada. 

En definitiva, que mi progenitora en lugar de usar el diapasón para afinarme, utilizaba la chola, que daba mejor rendimiento. Y ustedes dirán, ¡qué crueldad! Pues no, lo que pasa es que yo era un trasto y santa paciencia había que tener conmigo. Así que he de agradecer a mi madre aquellas sabías correcciones y aquel hábil manejo de la chola que, hoy en día, hacen que yo tenga la personalidad disociada, como bien saben, entre Felipe Ortín y el ORTINorrinco, y gracias a las cuales, puedo, de vez en cuando, divertirles con mis paridas. Aún así, como tantas veces repetí en cole en la libreta de caligrafía,  “Yo amo a mi mamá. Mi mamá me ama” y esta frase para mí no sólo es cierta sino que, además, es verídica. Porque madre no hay más que una y a mi viejita no la cambio por nada del mundo, que la quiero montón.

En fin, nada más decirles que, tras esta última sesuda reflexión, se suda y, por tanto, voy a darme una ducha, donde me dedicaré a auto-cantar, sin afinar con diapasón ni trillándomela con nada, a ver si le hago la competencia a los de AC/DC y ahogo mis penas como cantante frustrado bajo el grifo de la ducha:

“JJJJJJJJJJJJJAAAAAAAAAAAAIII GÜEY TU JEEEEEEEEELLL CHACHACHÁN CHACHACHÁN”… (¿sí que pasa?, canto e imito la guitarra, el bajo y la batería al mismo tiempo…, si es que soy un hombre orquesta…, sin afinar ni nada, pero doy espectáculo… maldita profesora)…

Y, sobre todo, recuerden: no dejen de leer Idus de Julio.